martes, 28 de abril de 2009

NO HAY SOMBRA EN EL ESPEJO

No es la primera vez que escribo mi nombre, Renato Valenzuela, y lo
veo como si fuera de otro, alguien lejano con el que hace tiempo perdí
contacto. En otras ocasiones, frente al espejo, cuando termino de afeitarme,
veo un rostro que apenas reconozco, como si fuera un borrador
o una caricatura de otro rostro, al que estoy más o menos habituado.
Entonces pienso que esa mirada no es la mía, que esas pupilas de rencor
no me conciernen, que esas arrugas pertenecen a otra máscara,
que esos fiordos de calvicie no se corresponden con mi geografía capilar.
Es cierto que tales dispersiones suelen ser momentáneas, metamorfosis
que duran lo que un suspiro, pero siempre me dejan inestable,
desasosegado, indefenso. Es por eso, Renato Valenzuela, que tal vez
haya llegado el momento de ajustar nuestras cuentas. Con el tiempo,
con el pasado, con las heridas, con las promesas, contigo, conmigo. Todas.
No caigamos en la vulgaridad de achacarle todo lo ignominioso a la borrosa infancia.
Allá quedó, detrás de la neblina. Mis recuerdos se dejan
ver a través de un vidrio esmerilado llamado memoria. Te veo desnudo
en el campo, bajo una lluvia que no discriminaba, los flacos brazos en
alto, gozando de esa felicidad inaugural, que por cierto no volverla a
repetirse, al menos con esa intensidad.
Te veo niño, asombrado ante el raro espectáculo del peoncito que fornicaba
(vos creías que jugaba) con alguna oveja, pasiva e inerte, por supuesto
ausente de aquella violación antirreglamentaria. Tu adolescencia
fue un sueño. Soñabas incansablemente y cuando por fin yo despertaba
vos seguías soñando. Con bosques, con olas, con pechos, con soles,
con hambres, con manos, con muslos. Tus sueños eran de deseo y mis
vigilias eran de censura.
A menudo surge algún sabio de pacotilla, capaz de asegurar que el espejo
siempre es honesto. Mierda de honesto. El espejo es un farsante,
un traidor, un ladino. Ese Renato Valenzuela que está ahí, mirándome
socarrón, pálido de tanto insomnio, es un remedo frágil de mí mismo,
un facsímil sin sangre, una cosa. ¿Dónde está, por ejemplo, el latido de
mis sienes, el corazón rebosante de logros y fracasos, las manos que no
son garras sino proveedoras de caricias?
La estampa del espejo es lo que no quise ser: un fantoche gastado que
convoca a la muerte. Por esos falsos ojos circulan escombros de deseos,
que ya ni siquiera puedo vislumbrar y menos aún rememorar. Ese
Renato Valenzuela es un epílogo del Renato Valenzuela que digo ser.
Que soy. ¿O no? ¿O será acaso, este yo de carne y hueso, el pobre duplicado
del que se mueve en esa luna? Dijo el poeta: "El mar como un
vasto cristal azogado / refleja la lámina de un cielo de zinc". Ese Renato
de cristal azogado ¿reflejará la nada de mi cielo de zinc? ¿O acaso estará
más cerca de lo que dice en la estrofa siguiente: "El sol como un vidrio
redondo y opaco / con paso de enfermo camina al cenit"?
¿Dónde está, en esa copia servil que es el espejo, el veinteañero aquel
que sedujo a Irene, o sea el seducido por Irene, el que tembló como
una vara cuando ella lo enlazó con sus brazos de enigma? ¿Dónde quedó
el que besó y besó aquel cuerpo indescriptible, se sumergió cándido
en él, feliz sin asumirse, volado en el amor?
No hay sombra en el espejo. La sombra es de los cuerpos, no de las
imágenes. Mi hijo Braulio tiene seis años de sombra. Nunca lo pongo
frente al espejo, para que no la pierda. Irene, en cambio, ya no tiene
imagen. Ni sombra. Se la llevó el espanto. Hay finales de paz, de dolor,
de inercia, también de espanto. El suyo fue de espanto. Sin embargo,
en los ojos del espejo no está su muerte. En los ojos de mí mismo sí lo
está. Es imposible desalojarla, omitirla, extraviarla.
Mi hijo me mira con los ojos de Irene. Un río de tristeza circula por mis
venas, pero me he olvidado de llorar. Con mis ojos y con los del espejo.
A Braulio no lo traigo al espejo para que no se gaste, para que no empiece,
tan niño, a envejecer, para que siga mirando con los ojos de Irene.
Aclaro que todo esto es de un pasado. Reciente, pero pasado. Reconozco
que hoy tuve una sorpresa. Como todas las mañanas me enfrenté al
espejo y le hablé. Le hablé y le hablé. Creo que hasta le grité. De pronto
advertí que la boca del espejo permanecía cerrada. Volví a hablar, lo
insulté. Y nada. Sus labios no se movieron. Curiosamente, su mirada
era de retroceso.
Entonces sentí que me inundaba un extraño regocijo, un esbozo de felicidad.
Y no era para menos. Por vez primera lo había dejado mudo. Por vez
primera lo había derrotado. Inapelablemente.

MARIO BENEDETTI

2 comentarios:

  1. Yuliana: Está bonito el blog. Hermoso el poema de Benedetti. (Está hospitalizado, sabías? Ojalá se recupere... Y muy resumidos tus apuntes de clase. Pero yo sé que lo irás mejorando... Saludos!

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  2. Chulo! ud sabe que me encantan los poemas, sobre todo los de Benedetti!!...mire los que yo subi a mi Blog es: iris0814.blogspot.com.
    La quiero Muchooo

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